Algunas notas sobre el D’A o cómo sobrevivir en los tiempos que corren

Antes de cada pase, era de obligado visionado el spot de esta tercera edición del Festival Internacional de Cine d’Autor de Barcelona —el D’A, para los asiduos—, donde se homenajeaba la carrera de Denis Lavant en el film Mauvais sang (1986), de Léos Carax. Ya está, blanco y en botella: este D’A rinde tributo a la nouvelle vague, se repetía entre el público y desde el propio festival. Y hay parte de razón en ello:

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1. El D’A se consolida y lo hace a través de una programación cuidada, con una mirada —una visibilidad— concreta a un cine que pocas veces llega a las grandes pantallas. Los festivales se convierten así en escenario de lo no mainstream. No por ser más cool, ni más guay, ni más indie, ni mejor, sino porque detrás hay una realidad, la misma que se anunciaba hace pocos días con el cierre de la distribuidora española Alta Films. Y, en este sentido, este tipo de plataformas que son los festivales proponen una lucha contra «los padres» del cine.

2. La preocupación por lo humano, sea cual sea su naturaleza, se ha dejado ver en gran parte de las películas programadas: la catarsis personal, el afán de superación, la psicopatía o la depresión se abordan como ejes centrales de las diferentes obras, algo que facilita —y gusta mucho de hacer— una lectura social.

3. La realización de un cine de bajo coste. O empleando el anglicismo, un cine lo-fi. Películas cortas, rodadas en poco tiempo, con pocos actores y en ocasiones no profesionales o semiprofesionales, y con cuatro duros. A veces podemos hablar de precariedad; otras, de voluntad, pero nunca de superproducción, eso está claro.

Pero vayamos al meollo de la cuestión.


Después de cada pase, se daban diferentes situaciones al salir del cine. Sobre todo después de que, en un sentido gesto de solidaridad con el festival, valoraras la película que acababas de ver. Te daban un papelito con cinco opciones, con cinco estrellas:  1. Mala, 2. Ni fu ni fa, 3. Buena, 4. Magnífica, 5. Brutal. Comentándolo con J., llegamos a la conclusión de que, puesto que se trata de un juicio precipitado, inmediato, la organización había descuidado otra estrella: 0. No se entiende. Porque, como iba diciendo, se daban diferentes situaciones al salir del cine:

a. «Es durilla, pero bonita». Suele ser la respuesta a aquellas películas de cruda temática social, pero que dejan ver un destello de luz. Dos casos paradigmáticos: Sister, de Ursula Meier, y Kauwoy, de Boudewijn Koole. En la primera, la directora suiza realiza una metáfora social a partir del espacio, de la eterna dicotomía arriba-abajo, en una historia de dos hermanos incapaces de encontrarse y de escapar de su mundo. En la segunda, Koole nos presenta a Jojo, un joven con una vida parental carente de atención, que encuentra su única salvación en un pequeño grajo. Con una trayectoria formada sobre todo en el documental, el director holandés se zambulle en la ficción (social) para atreverse con una catarsis personal, con una historia de superación infantil construida a partir del engaño entre lo que vemos y lo que escuchamos. Y abandonamos la dureza para reírnos con la última de Noah Baumbach: Frances Ha, aunque mantiene un poso tierno y melancólico. Repleta de referencias cinematográficas que van desde Léos Carax hasta el blanco y negro de Woody Allen, pasando por el humor de la serie de televisión Girls, esta película sobre el crecimiento, sobre el paso hacia esa supuesta madurez, ha sido una de las preferidas del público.

b. «A mí es que esto del metacine me puede parecer interesante, pero me deja frío, frío». Quizá porque no hay una narración. Quizá porque hay un alejamiento de lo social. Y la película acaba por convertirse en un ejercicio más o menos original, más o menos interesante sobre el propio acto de filmar. Pero no siempre convence. Jonás Trueba se acerca en Los ilusos al suicidio a través de un trabajo que no sólo retrata una generación, sino que explora las necesidades y las dificultades de la creación. Un film  que juega con la dislocación de la voz y la imagen, con la repetición y con la organización en capítulos para hacer patente la dificultad del propio creador, pero que termina teniendo esa falsa pátina francesa que sin embargo no necesita el pequeño de los Trueba. León Siminiani se adentra en el mismo camino con Mapa, pero de un modo más honesto, y realiza su propia autoficción a modo de diario personal, jugando con todas las posibilidades que le ofrece el lenguaje cinematográfico: en exceso. El documental versa también sobre el proceso mismo de elaboración, sobre cómo grabar una mise-en-scène, pero acaba con una saturación de imágenes que imposibilita la evasión que tanto busca. Pero entonces apareció Viola, una de las películas más interesantes del festival. Un trabajo de Matías Piñeiro que no sólo se centra en el cómo, sino que consigue una simbiosis fresca entre la forma y el qué. Tomando como premisa una obra de Shakespeare, el director argentino juega con las apariencias (las máscaras) a través del tiempo, el fuera de campo y los primeros planos, creando una aparente confusión en el espectador, tal y como hiciera el autor inglés a comienzos del siglo XVII.

c. «Pfff… Qué chunga, tío». Sales del cine y eres incapaz de articular palabra. No sales de los «pfff», «no veas», «joé». Como con Simon Killer, segundo film de Antonio Campos, de un tono desagradable, sucio, a veces frío, y siempre inquietante. Un thriller que juega con el punto de vista, empezando por el título de la película, en un viaje mental hacia la psicopatía, un parpadeo constante entre el ojo y el cerebro. Pero para golpe fuerte el de À perdre la raison, donde lo peor es llegar al final. Con una estructura en flash-back, el film de Joachim Lafosse se convierte en un escalofriante descenso a las catacumbas, por más que se apunte la catástrofe desde el inicio. Una película cercana al Michael Haneke más clínico, de una atmósfera asfixiante, estructurada a partir del ritmo, donde destacan sus planos-secuencia —sobre todo, sobre todo, esos dos últimos, que tardan días en irse de la cabeza.

Decíamos que los argumentos de las películas, si mantienen una preocupación hacia lo humano, permiten una lectura social. Y el D’A se ha empapado de esta mirada poco cómoda pero siempre necesaria, en una semana de mucha lluvia que, sin embargo, no ha impedido que las colas de entrada a las salas fueran largas, largas y más largas. Esa es la supervivencia: dentro y fuera de la pantalla, con o sin lluvia. 

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