Un diagnóstico erróneo
Por eso quizá el diagnóstico no haya sido tan bueno en Estados Unidos, porque Glass (2018) -el cierre de la trilogía de superhéroes de M. Night Shyamalan, con las anteriores Unbreakable (2000) y Split (2016)- no es una película de superhéroes al uso. La acción queda relegada a lo cotidiano. La acción de las películas de superhéroes, que suele desarrollarse en espacios abiertos, con las ciudades como escenario principal, tiene lugar aquí en un espacio cerrado, en un hospital psiquiátrico.
Shyamalan nos encierra en lo cotidiano desde el momento en que sus superhéroes se encuentran incomunicados entre cuatro paredes y en el momento en que se pone en duda la credibilidad de los mismos, más todavía desde un punto de vista psiquiátrico. En Glass no importan tanto las peleas como sí cuestionar la veracidad de sus tres personajes principales. Y ese juego verdad-mentira se crea a partir del exterior y del interior del hospital. Shyamalan hace tambalear la diégesis del mundo de los superhéroes y pone el foco en su humanidad, la de ellos, y no tanto en sus proezas.
Y no es una película de superhéroes al uso porque no culmina con la gran batalla final entre el bien y el mal. Y prescribirlo así es no haber entendido mucho o no haber querido ver más allá. O, simplemente, haber esperado algo que no es. Como bien apunta la crítica Eulàlia Iglesias, «la gran batalla en Glass, por tanto, no consiste en salvar la humanidad o en dejar fuera de juego a un villano, sino en ganar el relato». Ganarlo en ese magnífico giro final, propio de las películas de Shyamalan, que desmonta lo predecible del film y, por ende, los finales arquetípicos de las películas de superhéroes. Todo queda en un magnífico fuera de campo, apuntado por el edificio de la supuesta pelea final y con el artífice de la historia que yace en el suelo y que da título a la película.